Tomar las riendas de la vida

Rosalía Fuentes nunca fue delegada pero siempre abogó por todos. Como trabajadora lucha por sus derechos. Como madre cuida con amor a sus hijos. Como mujer se hace respetar. En los momentos de adversidad, siempre es su valentía la que le permite avanzar. Una antigua operaria de La Bernalesa dispuesta a contar su historia.

Por Florencia Sosa, en el Nº 10 de Fronteras

“Pasaba algo y todos gritaban y se quejaban: -Pero no puede ser que el supervisor esto, que lo otro. Bueno sí, vamos a juntarnos y vamos a hablar. Cuando nos juntábamos para hablar estaban dos pasos atrás y yo adelante”, dice Rosalía, mientras muestra sus dientes y larga una carcajada que interpela. Su rostro fresco, su mirada transparente y su cabellera blanca brillan a la luz del sol durante la hora de la siesta. De fondo, un bastidor de madera triangular sobre dos sillones, donde aún la dueña de casa teje bufandas que le encargan. Se muestra inquieta pero no se achica, por el contrario, se vuelve hipnótica: habla para que la escuchen. Tiene buen sentido del humor que lo aprovecha para reír en cada anécdota que cuenta, aunque esta no sea alegre. En épocas de la dictadura, Rosalía trabajó en una de las fábricas textiles claves de América Latina: la Bernalesa. La empresa fue intervenida por el coronel Lauría quien dejó de pagarle los sueldos a los trabajadores, motivo por el cual hicieron un paro. En esas circunstancias, Rosalía se enfrentó a un militar: “Estaban ahí apuntándonos ¿con qué necesidad? Hasta que un coronel o un sargento, no sé bien, dijo: ‘Ustedes tienen que trabajar por amor a la patria’. Y yo, revolucionaria como siempre le respondí: Perdón querido, lo podés hacer porque elegiste tu carrera. A mi hijo no le puedo decir: ‘hoy no comas por amor a la patria’. ¿Le harías eso a tu hijo? ¿A tu hijo le falta comida? No, entonces acá queremos al coronel Lauría que venga y nos pague, si en una hora no nos vienen a pagar, seguimos de paro”. -“Háganlo por la patria”, ¡dejáte de joder!, exclama indignada.
Rosa, como la llaman todos, nació en Bernal y se crió en Quilmes Oeste con sus hermanos y su padre. Su madre los abandonó cuando tenía tan sólo 2 años pero ella no le guarda rencor, porque no se siente capaz de “enjuiciar a nadie”. Dice que al ser la más chica de la familia siempre fue mimada y a pesar de todo, tuvo una niñez feliz. Desde los 10 hasta los 15 años acudió al colegio pupilo “El Buen Pastor” que quedaba en Caballito. Era un colegio pago donde le enseñaban de todo: un mes limpiaba pisos, otro mes aprendía cocina, al siguiente le hacían planchar todos los hábitos de las monjas y así sucesivamente, durante toda la estancia.

CASI MONJA Y ENFERMERA
De tanto estar con las monjas, quiso ser una de ellas y entró en la Comunidad La Exaltación de la Cruz pero duró poco. ¿El motivo?: su carácter. “Si me dicen que esto es blanco y lo veo negro y es negro, te lo discutiré de acá a La Quiaca. Si me decís esto es gris y digo que es blanco y es gris, te voy a decir: -Sí, perdoná, es gris. Pero la monja me vino a discutir que yo no había limpiado el piso y yo lo había baldeado y lo había fregado y ella decía que
– Y ¡que sí! – ¡Que no! – ¡Que sí! – ¡Que no! Hasta que me cansé, tomé mis valijitas y me volví a mi casa”. “Soy de riendas tomar, ¿viste?”, dice con una sonrisa que emana seguridad. Años después le dijo a su papá que quería estudiar enfermería. Y por contactos con el colegio pupilo llegó al hospital Freyre de Rosario, donde la aceptaron a pesar de no haber terminado el secundario. Le fue bien con las pruebas teóricas pero el último día se llevó el susto de su vida. “Para el último examen te llevaban a donde incineran los cuerpos; hasta ahí, joya. Bueno, explicaron que pondrían los cuerpos en el fuego en un horno grande y dijeron: ‘No se asusten sentirán una especie de grito pero no son gritos, son nervios que se contraen y hacen ese ruido’. Pero cuando empezó todo: plum plum plum, nos desmayamos todas. Y dije ‘no’. Cacé mis valijitas, tomé el tren y aparecí en casa. Dije nunca más, y sin embargo, con el tiempo cuidé enfermos, hice de enfermera y se me murieron en los brazos”.

SIEMPRE TRABAJADORA
Rosa trabaja desde los 17 años. “Papá no quería que las mujeres trabajáramos y como yo era la más chica, le decía a papá: -Voy a ir a Quilmes a ver vidrieras a la calle Rivadavia (que hoy es peatonal). -Bueno hija, me respondía. ¿Y yo que hacía? Iba y levantaba suscripciones del diario Enfoque, me daban $10 durante el día por las suscripciones. Hasta que descubrió papá que me iba a trabajar. Y dijo: -Esta hija me salió rebelde, andá a trabajar si querés trabajar. Y así siempre trabajé”.
Rosa es curiosa. Cuando quiere algo le presta atención hasta que aprende cómo funciona y lo consigue. De esta forma, cada vez que entraba a un nuevo trabajo lo hacía con el menor cargo pero con el tiempo adquiría un puesto de mayor jerarquía. Durante su vida se desempeñó como cocinera en un restaurante, cuidó enfermos y limpió casas de familias, en una clínica psiquiátrica y en fábricas de producción de plástico y textil.

―Rosa,  ¿cuándo  entró  a  trabajar  en La Bernalesa?
―En Bernalesa entré en 1977, el 15 de noviembre, en la época de la dictadura. Nunca había trabajado en fábrica y si no tenías experiencia, no te tomaban. Encima mi estatura. Fui a Terrabusi y a Bagley y me rebotaron por eso. Después mi hermano se había quedado sin trabajo y le dije: “Vamos, que están tomando en Alpargatas”. Él entró y yo no. Hasta que un día le digo a una amiga mía: “Che, decile a tu novio que me haga entrar a Bernalesa, que me ponga un numerito, quiero tener un sueldo”. Me mandó el legajo para llenar. “¿Cuánto mide tu amiga?” “1,56 m”. “Bueno ponele 1,58”. Y ahí entré y me pusieron a barrer, porque en las fábricas, cuando entrabas, los primeros tres meses teníamos que barrer toda la sesión. La sesión era el lugar donde se hacían las cosas, era un galponazo.
-A los tres días de haber entrado, ¡paro!
Viene la supervisora y me dice: “Señora Fuentes, no pare, eh, porque usted es nueva”. Luego pasaron los delegados y me dicen: “Usted tiene que parar, eh”. Y la cosa es que yo paré, dije “esta (la supervisora) está loca, no llego a parar, me matan”. Porque antes era así, te agarraban y te fajaban porque eras un carnero. Carnero es el que trabaja cuando los otros paran. Porque ahí en la jerga es quién es más valiente que el otro, y a mí no me busquen, porque…Termina lo que quiere decir y sostiene una mirada  desafiante  y  cómplice.  Pero  para darse a entender añade: “Está bien reclamar por lo que uno necesita y por lo que le corresponde, no por lo que no le corresponde. Hoy si tuviera que vivir de mi jubilación sola, me muero de hambre. No me alcanza para nada, son $6900, porque me descuentan la moratoria de 10 años que no me aportaron.”

Entre  sus  recuerdos  de  La  Bernalesa,  Rosa  conserva  los  recibos  de sueldo. Allí aparece el ítem “premio por  asistencia”.  Le  preguntamos: ¿Eran muy exigentes?
-Un minuto no pasaba nada, hasta diez minutos tarde la primera vez, podías entrar y no perdías el premio. Ahora, la siguiente vez que faltabas, si era medio segundo, perdías toda la asistencia. Y era plata, si sumabas el premio a la asistencia, el premio a la producción, todo eso sumaba al jornal diario que pagaban por hora. Así que lo cuidábamos. Y las mujeres trabajábamos de 6 a 14 y de 14 a 22, una semana de mañana y otra semana de noche. Después, si vos querías hacer horas extras también te pagaban. Cuando entrabas de mañana, entrabas a las 6 hasta las 18 y si no a las 10 hasta las 22. Era de trabajar, no de irte a tomar un cafecito. Y a la mañana tenías la media hora para ir al vestuario, tomar un mate cocido o lo que llevabas, el sanguchito; o fumabas un cigarrillo, si fumabas. Después seguías con la tarea hasta que tocaba la sirena y recién ahí te podías ir a cambiar a las 14. Cuando trabajabas las 12 horas hacías igual pero a las 16 te dejaban tomar algo unos diez minutos.

―¿Cómo  fue  ser  madre  mientras trabajaba?
―Las nenas estaban horas en la guardería y yo podía ir a verlas cada 2 horas porque daban ese permiso pero tampoco podías abusar. Aparte, cada vez que me veía la más chiquita, cuando volvía de nuevo a la sesión de mi trabajo, ella se quedaba llorando. Entonces trataba de no estar tanto tiempo. Patricia era bebé, ella nació con cinco meses de embarazo en 1979. Cuando me reintegré a trabajar ella estuvo en la guardería hasta los 6 meses. Y Romina tenía 4 años, eran chiquitas. Romina decía: “A mí me gusta entrar de noche, a la madrugada”. Porque yo salía a las 4 de mi casa con ellas ya que 5 y 10 pasaba por Calchaquí y Triunvirato (Quilmes Oeste) un micro que nos llevaba directo a la fábrica (Bernal). Si lo perdía, tenía que tomarme el 257 que me dejaba en Rodolfo López y Martín Rodríguez, y caminar con las nenas siete cuadras, y ya llegaba tarde.

―¿Quiénes las cuidaban?
―Ahí las cuidaban niñeras, maestras jardineras, enfermeras, médicos. Entrabas y le tomaban  la  fiebre  y  las  revisaban  todos  los días. Si tenía una línea de fiebre te mandaban a tu casa y no perdías la asistencia, ni el presentismo ni nada, porque te mandaba el médico. Más de 50 chicos, que venían desde los 45 días hasta los 5 años que empezaban la primaria.

―¿Había muchas mujeres?
―Éramos un montón de mujeres en La Bernalesa. Era una ciudad, era como cuando ibas a Tecnópolis en el tiempo de Cristina [Fernández]. Eran más hombres que mujeres pero casi igual. Según la sesión también, porque en tejeduría después empezaron a poner mujeres. Estaban los hombres por las máquinas, por la fuerza. Pero después empezamos a demostrar que las mujeres también podíamos usar una máquina grande.

EL AMOR Y LA FAMILIA
Si bien Rosa es católica, nunca quiso casarse por iglesia. Tuvo dos maridos y su estado civil actual es viuda. Cuando entró a trabajar en Bernalesa tenía tres hijos y se estaba divorciando, porque encontró a su marido con otra. Entonces, le dijo determinante: “Tomá tus ropitas, chau. Puedo seguir con mis hijos sola”. Luego, cuando el amor volvió a tocar su corazón no se cerró pero era consciente de que siendo madre no podía aventurarse en otra relación, necesitaba seguridad. “En Panamérica Plásticos, ahí conocí a mi segundo marido. Un día vino y me dijo: -Quiero salir con vos. -Sí, cómo no. -¿Querés ser mi novia? -Sí, cómo no ¿Pero sabés qué pasa? Tengo tres hijos. Y donde voy, voy con mis tres hijos, de novia no.”
Rosa siempre priorizó el bienestar de sus hijos. Sabía que para darles todo, tenía que trabajar y nunca le faltaron fuerzas para eso. “Después seguí trabajando, mi marido me decía: ‘No trabajes más, quedáte en casa’ pero yo sentía esa responsabilidad porque eran mis hijos y pensaba en el porvenir, por ahí me separo y no tengo un trabajo. Siempre traté de no depender de los demás.”

UN CÁNCER DE MAMA
El 29 de diciembre de 2004, Rosa descubrió que en cualquier momento podía morir. La internaron por la detección de un cáncer de mama. El 30 -la noche que se incendió Cromañón- la operaron. Entre quimioterapia y rayos tuvo 21 sesiones en dos meses y medio. La fuerza y la fe en Dios y en sí misma, que la caracterizan, le permitieron seguir. “Voy a salir, no me haré la cabeza, lucharé hasta donde sea. Y acá estoy”.
Supo desdramatizar la situación: dice que no le teme a la muerte, que ésta también es parte de la vida y que hay que aceptarla si viene. “Recuerdo que cuando me tenía que hacer quimio, mi marido -pobre, que en paz descanse- se me ponía así:
-Ay, negra, te tenés que hacer la quimio… (Lo imita con voz de lamento).
-¡Hombre, me harán a mí, a vos no, dejáte de joder! Y un día la enfermera se olvidó de ponerme una inyección y me desmayé. ¡Ay, para  qué!  Él  se  enteró  y  lo  tuvieron  que internar. Lo que pasa es que me puedo estar muriendo, que no te darás cuenta.”
Desde que supo de la enfermedad hasta hoy, Rosa se dedicó al arte. Encontró en talleres de pinturas, vitral, herrería y folklore las ganas de vivir. En el pasillo de ingreso a su casa aún se encuentran unos respaldos de cama y sillones de hierro que hizo ella. Al entrar, cuadros, pinturas y souvenires decoran las paredes y las puertas de su hogar.
“¿Estoy viviendo hace ya cuántos años de más, gracias a Dios?”, se pregunta y pregunta, como si otro pudiera darle una respuesta, como si el hecho de esta charla no fuera un verdadero milagro… Pero Rosa es una mujer determinada, que a veces no sabe lo que quiere pero sí lo que no quiere. Y mientras despierte en esta tierra cada día, nada ni nadie le quitará la seguridad y la posibilidad de tomar las riendas de su vida.