Barcelona es una ciudad que lo tiene todo: ahora también coronavirus

Las noticias del coronavirus en el mundo alarman: China con 81099 casos, Italia con 24938, Irán con 14991 y España ya con 9300. Como estudiante en este último país, un alumno de intercambio de la UNQ reflexiona sobre la experiencia de estar viviendo en la cueva del monstruo.

Por Ramiro Núñez, especial Fronteras/Web

Caía la tarde del jueves 12 de marzo sobre La Barceloneta, la playa más renombrada y céntrica de Barcelona. Paseaba como un turista más pero con un sello identificatorio: llevaba en mis manos el termo de agua vacío y un mate con yerba lavada. El plan era pedir agua caliente en algún bar para tomar mates y ver el atardecer sobre el Mediterráneo.
En mi bolsillo vibró el teléfono móvil. Un mensaje en un cartel rojo me llama la atención. La aplicación de la  Universidad a la que asisto informa el cese de las actividades académicas por tiempo indefinido. No me sorprendí. Ahora sí, el juego había empezado. Mientras volvía a guardar el teléfono, alguien que observa el puerto dice: “Quieren cerrar los aeropuertos y todo, pero acá no paran de entrar cruceros”. Dejé escapar una sonrisa cómplice y acaté con mi cabeza.

Al comenzar la semana se determinó el cierre de los colegios y Universidades en Madrid, capital española. En Catalunya se aguardaban noticias sobre la disposición de la Generalitat, gobierno catalán, sobre la situación que tiene en vilo al mundo entero. La primera medida fue el cierre de espacios comerciales que no fueran de primera necesidad como pistas de ski o discotecas. Con excepción de supermercados y transporte público. No serían las últimas noticias.

Hoy son alrededor de 903 los casos confirmados en Catalunya, con un saldo de 12 muertos. El principal objetivo del gobierno de España y la Generalitat es que no se propague el virus mientras se intenta limitar las relaciones de los pobladores. En todo el país el número de fallecidos supera tres veces el centenar. La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala ya a Europa como el epicentro de esta enfermedad a la que catalogó como pandemia.

Aquí los medios de comunicación son una ametralladora de información minuto a minuto. Apenas dos semanas atrás eran constantes los móviles de televisión desde el norte de Italia, gran foco de contagios en el viejo continente. De tanto mirar al Este perdieron de vista que llegaría aquí. Se habló mucho, se actuó poco. El gobierno de España estaba expectante pero eran sus pobladores los que estaban alerta. Lo comentábamos entre pares -y me incluyo- como algo lejano y pasajero cuando, en realidad, estaba a la vuelta de la esquina.

El presidente de España, Pedro Sánchez declaró el “estado de alarma”. ¿En qué consiste? Es un decreto que le permite al gobierno tomar medidas excepcionales, previsto en situaciones de catástrofes o crisis sanitarias. Esto faculta a los gobernantes a limitar la circulación de personas o vehículos en horas o lugares determinados. El estado de alarma es el más leve de los tres estados excepcionales (alarma, excepción y sitio). “Esto durará por un lapso de quince días. Va a ser muy duro y difícil, pero vamos a parar el virus… Este virus lo pararemos unidos”, manifestó Sánchez.

La Rambla es el emblemático paseo que nace en Plaza Catalunya, centro neurálgico de la ciudad, y que muere a los pies de una estatua de Cristóbal Colon en el puerto. Un recorrido de poco más de un kilómetro que de pronto se tragó miles de las personas que la circulan todos los días. La ciudad de Barcelona se transformó. Por arte de magia las calles dejaron de tener su constante flujo de miles y miles de transeúntes. Entre ellos, en su mayoría asiáticos, sacaron a relucir sus barbijos. Todos y todas hablan del tema, ya no como parte de algo lejano y ajeno de lo cual los medios hacen eco, sino como algo latente y que ya está entre ellos.

Por la medianoche, los bares limitaron su capacidad de ingreso y las discotecas cerraron. Los grupos de personas deambulan por los callejones mientras buscan dónde entrar. Dos jóvenes y quien les habla intentaron ingresar a un reconocido bar con mesas de pool, pero la negativa de quien conocemos como “patovica” fue contundente: “Si dejamos entrar más personas nos multan”.

Al final de la calle un cartel iluminado que decía “Pizza italiana” llamaba la atención de quienes pasaban por allí. Siendo pasada la una, era menester entrar. Cuando ingresamos un hombre alto y calvo se quitó el barbijo que tenía para atendernos con ese acento tan particular. Su rostro proyectaba cansancio y enojo; sobre la barra yacían productos que no pudo vender. Compramos dos porciones de pizza, nos regaló dos más.

Al lunes 16 son más de 1800 los muertos en Italia, y sólo en las últimas veinticuatro horas fallecieron 250 personas. Los contagiados superan los 25 mil. Alemania suma más de 3 mil contagiados y 5 fallecidos. Estos números se modificarán en cada abrir y cerrar de ojos.

Aquí estoy. En cuarentena voluntaria, sin ir a cursar mientras analizo llenar mi alacena de comida por si acaso cierran también los supermercados. ¿Cuánto durará esto? ¿Una semana? ¿Dos? ¿O quizás tres? Nadie sabe.

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